Hubo un tiempo en el que las distancias eran insalvables entre el mar y las montañas.
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Una mujer contemplaba desde el mar lo que no podía divisar con su vista, pero si en su corazón.
Contemplaba el blanco de la nieve en las montañas, mientras el calor del sol de verano le doraba la piel igual que el calor de una chimenea con exceso de troncos.
Si se esforzaba casi podía sentir en su imaginación el frío viento del invierno en su cara y esos copos de nieve gruesos cayendo sobre la capucha de su anorak, haciendo ruido al caer sobre su cabeza, pero la realidad era otra. Se encontraba en una cálida playa bajo un sol abrasador nada que ver con el lugar donde deseaba estar y así pasaba un día tras otro. Perdía su mirada en la profundidad del mar y gritaba silenciosamente al viento un mensaje secreto.
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Un día recordó que las promesas que no se cumplen, regresan en otoño a preguntarnos por qué las ignoramos en su momento y decidió dejar de preguntarse y buscar una respuesta. Se armó de valor y recorrió miles de kilómetros en busca del calor lejano y descubrió que no hay mayor alegría que descubrir que a quien buscábamos nos estaba esperando.